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Los nueve pasos en el proceso de canonización

Descripción del sistema de canonización, con toda su circunspección
Por: P. Canon Macken | Fuente: Catholic.net

Lo que sigue es una descripción del sistema de canonización, con toda su circunspección, tal como existía aún en fecha tan reciente como 1982:

En la práctica, el proceso de canonización involucra una gran variedad de procedimientos, destrezas y participantes: promoción por parte de quienes consideran santo al candidato; tribunales de investigación de parte del obispo o de los obispos locales; procedimientos administrativos por parte de los funcionarios de la congregación; estudios y análisis por asesores expertos; disputas entre el promotor de la fe (el “abogado del diablo”) y el abogado de la causa; consultas con los cardenales de la congregación. Pero, en todo momento, únicamente las decisiones del papa tienen fuerza de obligación; él sólo posee el poder de declarar a un candidato merecedor de beatificación o canonización.

Bajo el antiguo sistema jurídico, una causa de éxito pasaba por las siguientes fases típicas:

1) Fase prejurídica. Hasta 1917, el derecho canónico exigía que pasaran por lo menos cincuenta años desde la muerte del candidato antes de que sus virtudes o martirio pudieran discutirse formalmente en Roma. Se trataba así de asegurar que la reputación de santidad de que gozaba un candidato era duradera y no meramente una fase de celebridad pasajera. Incluso ahora, suprimida la regla de los cincuenta años, se exhorta a los obispos a distinguir con sumo cuidado entre una auténtica reputación de santidad, manifiesta en oraciones y otros actos devotos ofrecidos al difunto, y una reputación estimulada por los medios de comunicación y la “opinión pública”

Durante esa fase se permiten, sin embargo, una serie de actividades extraoficiales. Primero, un individuo o un grupo reconocido por la Iglesia puede anticiparse al proceso con la organización de una campaña de apoyo al candidato potencial. En la práctica, esos “impulsores” de una causa suelen ser miembros de alguna orden religiosa, dado que sólo ellos tienen los recursos y los conocimientos necesarios para llevar el proceso hasta el final. Normalmente se forma una hermandad, se hacen colectas de dinero, se solicitan informaciones sobre favores divinos, se publica un boletín, se imprimen tarjetas de oraciones y, con no poca frecuencia, se publica una biografía piadosa. Ésa es, en efecto, una fase de promoción, encaminada a alentar la devoción privada y a convencer al obispo o al juez eclesiástico responsable de la diócesis, en donde murió el candidato, de la existencia de una genuina y persistente reputación de santidad. Por último, los iniciadores se convierten en “el solicitante” del proceso cuando piden formalmente al obispo la apertura de un proceso oficial.

2) Fase informativa. Si el obispo local decide que el candidato posee los méritos suficientes, inicia el Proceso Ordinario. El propósito de ese proceso es suministrar a la congregación los materiales suficientes para que sus funcionarios puedan determinar si el candidato merece un proceso formal. A tal fin, el obispo convoca un tribunal o corte de investigación. Los jueces citan a testigos que declaren tanto a favor como en contra del candidato, que de ahí en adelante es llamado “el siervo de Dios”. En caso de ser necesario, las sesiones se celebran en cualquier sitio en donde haya vivido el siervo de Dios El fin de ese procedimiento de investigación es doble: primero, establecer si el candidato goza de una sólida reputación de santidad y, segundo, reunir los testimonios preliminares aptos para comprobar si tal reputación se halla corroborada por los hechos. El testimonio original es transcrito por acta notarial, sellada y conservada en el archivo de la diócesis. Unas copias selladas (hasta 1982 se necesitaba todavía un permiso especial de la congregación para presentar copias mecanografiadas en lugar de copias escritas a mano) se remiten a Roma por un mensajero especial del Vaticano.

El obispo local debe confirmar que el siervo de Dios no es objeto de culto público; esto es, hay que comprobar que el candidato no se ha convertido, con el paso del tiempo, en objeto de veneración pública. Esa exigencia, formal, pero necesaria, se remonta a las reformas del papa Urbano VIII, que prohibió, como hemos visto, el culto de los santos no oficialmente canonizados por el papa.

3) Juicio de ortodoxia. Es un proceso concomitante, el obispo nombra unos funcionarios encargados de recoger los escritos publicados del candidato; al final, se reúnen también cartas y otros escritos inéditos. Los documentos se envían a Roma, donde en el pasado eran examinados por censores teológicos, que rastreaban eventuales enseñanzas u opiniones heterodoxas; hoy, los censores no intervienen ya, pero los exámenes continúan realizándose. Obviamente, cuanto más haya escrito el candidato, cuanto más osado haya sido su intelecto en materia de fe, con tanto más rigor serán escudriñadas sus obras. Como regla general, los disidentes de la enseñanza oficial de la Iglesia son rechazados sin más rodeos. Aunque la congregación no cuenta con ninguna estadística sobre los motivos de rechazos de las causas, los que trabajan allí confirman que el hecho de no haber superado ese examen de pureza doctrinaria es la razón más frecuente por la que ciertas causas han sido canceladas o suspendidas indefinidamente.

Los promotores de una causa bloqueada tienen, sin embargo, una oportunidad de refutar los cargos de heterodoxia imputados a su candidato, en caso de que haya algún malentendido.

Desde 1940, los candidatos deben superar otro examen adicional. A título de revisión preventiva, todos los siervos de Dios deben recibir de Roma el nihil obstat, la declaración de que no hay “nada reprochable” acerca de ellos en las actas del Vaticano. En la práctica, con ello se alude a las actas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de la defensa de la fe y la moral, o de otra cualquiera de las nueve congregaciones (la Congregación para los Obispos, para el Clero, etc.) que pueda tener motivos para contar con datos acerca del candidato. La razón de ese procedimiento reside en la posibilidad de que una o varias congregaciones puedan hallarse en posesión de informaciones privilegiadas relativas a los escritos o a la conducta moral del candidato, que acaso pudieran influir sobre el seguimiento de la causa. Raras veces se encuentra algo objetable; desde 1979, por ejemplo, sólo hubo una causa que no obtuvo el nihil obstat.

4) La fase romana. Es aquí donde empieza la verdadera deliberación. En cuanto los informes del obispo local llegan a la congregación, se asigna la responsabilidad de la causa a un postulador residente en Roma. Hay unos doscientos veintiocho postuladores adscritos a la congregación; la mayoría de ellos, sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas. La tarea del postulador consiste en representar a los solicitantes de la causa; es el solicitante quien le paga, a menos que se trate de un caso de caridad. El solicitante paga también los servicios de un abogado defensor, elegido por el postulador entre una docena aproximada de juristas canónicos, clérigos y legos, especializados y en posesión de un permiso de la Santa Sede para ocuparse de las causas de los santos.

A partir de los materiales suministrados por el obispo local, el abogado prepara un resumen, encaminado a demostrar a los jueces de la congregación que la causa debe ser iniciada oficialmente. En el resumen, el abogado arguye que existe una verdadera reputación de santidad y que la causa ofrece pruebas suficientes para justificar un examen más detenido de las virtudes o del martirio del siervo de Dios.

A continuación, se entabla una dialéctica escrita en la que el promotor de la fe, o “abogado del diablo”, propone objeciones al resumen del abogado defensor y éste replica. Ese intercambio suele repetirse varias veces y, a menudo, transcurren años o incluso décadas antes de que todas las diferencias entre el abogado de la causa y el promotor de la fe hayan quedado satisfactoriamente resueltas. Finalmente, se prepara un volumen impreso, llamado positio, que contiene todo el material desarrollado hasta el momento, incluidos los argumentos del promotor de la fe y del abogado. La positio la estudian los cardenales y los prelados oficiales (el prefecto, el secretario, el subsecretario y, si es necesario, el jefe de la sección histórica) de la congregación, que pronuncian su sentencia en una reunión formal celebrada en el Palacio Apostólico. Como en el veredicto de un jurado de instrucción, un juicio positivo implica que hay buenas razones para iniciar el proceso (processus).

Una vez aceptado el veredicto por la congregación, se le notifica al papa, quien emite un decreto de introducción, salvo que tenga a su vez razones para denegarlo. La manera en que lo hace es significativa. Se supone que, si la causa ha resistido al examen hasta ese punto, cuenta con buenas posibilidades de éxito; pero, aún así, muchas fracasan. En consecuencia, para subrayar el hecho de que en esa fase la causa ha recibido únicamente la aprobación administrativa del papa, éste no firma el decreto con su nombre pontificio, por ejemplo, papa Juan Pablo II, sino que emplea solamente su nombre de pila: Placet Carolos (“Karol acepta”).

Una vez se ha instruido la causa, pasa a la jurisdicción de la Santa Sede; se la llama entonces un “proceso apostólico”. El promotor de la fe o sus asistentes elaboran otra serie de preguntas, destinadas a obtener informaciones específicas sobre las virtudes o el martirio del siervo de Dios. Esas preguntas se remiten a la diócesis local, donde un nuevo tribunal, esta vez integrado por jueces delegados de la Santa Sede, vuelve a interrogar a los testigos aún vivos. Los jueces tienen también la posibilidad de requerir declaraciones de testigos nuevos y, en caso de necesidad, éstos pueden incluso ser trasladados a Roma para contestar a las preguntas.

De hecho, el proceso apostólico es una versión más estricta del proceso ordinario. Su objetivo es demostrar que la reputación de santidad o de martirio del candidato está basada en hechos reales. Cuando los testimonios están completos, la documentación se envía a la congregación, donde se traduce el material una de las lenguas oficiales. Hasta este siglo, sólo había una lengua oficial, el latín. Gradualmente se añadieron el italiano, el español, el francés y el inglés, conforme al creciente número de causas provenientes de países en donde se hablan dichas lenguas. Después, los documentos los examinan el subsecretario y su equipo, para comprobar que todas las formalidades y los protocolos jurídicos han sido observados con precisión. Al concluir este proceso, la Santa Sede emite un decreto sobre a validez del mismo, con lo que garantiza su uso legítimo.

Como siguiente paso, el postulador y su abogado preparan otro documento, llamado informativo, que resume de manera sistemática los argumentos a favor de la virtud o del martirio. A ese documento se agrega un sumario de las declaraciones de los testigos, especificadas con relación a los argumentos que se trata de demostrar. Tras estudiarlo, el promotor de la fe hace sus objeciones a la causa y el abogado le contesta con la ayuda del postulador. Ese intercambio de argumentos se imprime, y la entera colección de documentos se somete al estudio y al juicio de los funcionarios de la congregación y al de sus asesores teológicos. Las dificultades y reservas resultantes de esa reunión son recogidas como nuevas objeciones del promotor de la fe y, por segunda vez, le responde el abogado defensor. Este intercambio forma la base de una segunda reunión y de un segundo juicio, que incluye esta vez a los cardenales de la congregación. El mismo proceso se repite después por tercera vez, pero en presencia del papa. Si se dictamina que el siervo de Dios practicó las virtudes cristianas en grado heroico o que murió como mártir, se le otorga entonces el título de “venerable”.

5) La sección histórica. En 1930, el papa Pío XI instituyó una sección histórica, especializada en causas antiguas y en ciertos problemas que el proceso puramente jurídico no era capaz de resolver. En primer lugar, las causas para las cuales no quedan ya testigos presenciales vivos se asignan a esa sección para su examen histórico; las decisiones sobre la virtud o el martirio se toman en esos casos mayormente a partir de pruebas históricas. En segundo lugar, muchas otras causas se remiten a la sección histórica cuando algún punto controvertido requiere un examen de archivos u otra clase de investigación histórica. En tercer lugar, los miembros de la sección histórica investigan, en muy raras ocasiones, las llamadas causas antiguas para verificar la existencia, origen y continuidad del culto a ciertos personajes considerados santos, la mayoría de los cuales vivieron mucho antes de que se instituyera la canonización pontificia. Tales personajes pueden recibir, a discreción del papa, un decreto de beatificación o de canonización “equivalentes”. El Index ac Status Causarum (edición de 1988) contiene trescientos sesenta y nueve nombres cuyos cultos han sido confirmados. Entre los más recientes que recibieron la canonización equivalente, se halla Inés de Bohemia, declarada santa por el papa Juan Pablo II el 12 de noviembre de 1989, a los setecientos siete años de su muerte.

6) Examen del cadáver. A veces se exhuma, previamente a la beatificación, el cadáver del candidato para su identificación por el obispo local. Si se descubre que el cadáver no es el del siervo de Dios, la causa continúa, pero deben cesar las oraciones y otras muestras privadas de devoción ante la tumba. El examen se realiza únicamente para fines de identificación, aunque, si resulta que el cuerpo no se ha corrompido, tal descubrimiento puede aumentar el interés y el apoyo que recibe la causa. Cuando se enterró, por ejemplo, en 1860 al obispo John Newmann, el cadáver no fue embalsamado. Un mes después, se abrió subrepticiamente la tumba y se halló el cuerpo aún intacto, y la noticia se difundió por toda Filadelfia. Su sepulcro se convirtió en una especie de santuario, las oraciones dirigidas a él se multiplicaron, y de esa manera, se divulgó la reputación de su santidad.

A diferencia de algunas otras Iglesias cristianas, ante todo la Rusa ortodoxa, la Iglesia católica romana no considera un cuerpo incorrupto como señal inequívoca de santidad. Sin embargo, durante siglos se ha venido creyendo que los cadáveres de los santos despiden un aroma dulce – el llamado “olor de santidad” – y la incorrupción se toma por indicio de favor divino. Esa tradición continúa influyendo en los creyentes, aunque no en los funcionarios de la congregación.

7) Procesos de milagros. Todo el trabajo realizado hasta este punto es, a los ojos de la Iglesia, el producto de la investigación y del juicio humanos, rigurosos pero no obstante, falibles. Lo que hace falta para la beatificación y la canonización son señales divinas que confirmen el juicio de la Iglesia respecto a la virtud o el martirio del siervo de Dios. La Iglesia toma por tal señal divina un milagro obrado por intercesión del candidato. Pero el proceso por el cal se comprueban los milagros es tan rigurosamente jurídico como las investigaciones sobre el martirio y las virtudes heroicas.

El proceso de milagros debe establecer:
a) que Dios ha realizado verdadera un milagro – casi siempre la curación de una enfermedad – y
b) que el milagro se obró por intercesión del siervo de Dios.

De manera semejante al proceso ordinario, el obispo de la diócesis, en donde ocurrió el milagro alegado, reúne las pruebas y toma acta notarial de los testimonios; si los datos lo justifican, envía dichos materiales a Roma, donde se imprimen como positio. En la congregación se celebran varias reuniones para discutir, refutar y defender las pruebas; a menudo, se busca información adicional. Esta vez, el caso lo estudia un equipo de médicos especialistas, cuya tarea consiste en determinar que la curación no ha podido producirse por medios naturales. Una vez emitido el juicio correspondiente, se traspasa la documentación a un equipo de asesores teológicos para que decidan si el milagro alegado se realizó efectivamente mediante oraciones al siervo de Dios y no, por ejemplo, mediante oraciones simultáneas dirigidas a otro santo ya establecido. Al final, los dictámenes de los asesores circulan a través de la congregación y, en caso de decisión favorable de los cardenales, el papa certifica la aceptación del milagro mediante un decreto formal.

El número de milagros requeridos para la beatificación y la canonización ha disminuido con el transcurso de los años. Hasta hace poco, la regla eran dos milagros para la beatificación y otros dos, obrados después de la beatificación, para la canonización, si la causa se basaba en la virtud. En el caso de los mártires, los últimos papas han eximido generalmente las causas de la obligación de comprobar milagros para la beatificación, considerando que el último sacrificio es de por sí suficiente para merecer el título de beato. A los no mártires se les sigue exigiendo, sin embargo, dos milagros para la canonización. Evidentemente, el proceso debe repetirse para cada milagro.

8) Beatificación. Previamente a la beatificación, se celebra una reunión general de los cardenales de la congregación con el papa, a fin de decidir si es posible iniciar sin riesgo la beatificación del siervo de Dios. La reunión guarda una forma altamente ceremoniosa, pero su objetivo es real. En los casos de personajes controvertidos, tales como ciertos papas o mártires que murieron a manos de Gobiernos que aún siguen en el poder, el papa puede efectivamente decidir que, pese a los méritos del siervo de Dios, la beatificación es, por el momento, “inoportuna”. Si el dictamen es positivo, el papa emite un decreto a tal efecto y se fija un día para la ceremonia.

Durante la ceremonia de beatificación se promulga un auto apostólico, en el cual el papa declara que el siervo de Dios debe ser venerado como uno de los beatos de la Iglesia. Tal veneración se limita, sin embargo, a una diócesis local, a una región delimitada, a un país o a los miembros de una determinada orden religiosa. A ese propósito, la Santa Sede autoriza una oración especial para el beato y una misa en su honor. Al llegar a este punto, el candidato ha superado ya la parte más difícil del camino hacia la canonización. Pero la última meta le queda aún por alcanzar. El papa simboliza ese hecho al no oficiar personalmente en la solemne misa pontificia con que concluye la ceremonia de beatificación, sino que, después de la misa, se dirige a la basílica para venerar al recién beatificado.

9) Canonización. Después de la beatificación, la causa queda parada hasta que se presenten – si es que se presentan – adicionales señales divinas, en cuyo caso todo el proceso de milagros se repite. Las fichas activas de la congregación contienen a varios centenares de beatos, algunos de ellos muertos hace siglos, a quienes les faltan los milagros finales, posbeatificatorios, que la Iglesia exige como signos necesarios de que Dios sigue obrando a través de la intercesión del candidato. Cuando el último milagro exigido ha sido examinado y aceptado, el papa emite una bula de canonización en la que declara que el candidato debe ser venerado (ya no se trata de un mero permiso) como santo por toda la Iglesia universal. Esta vez el papa preside personalmente la solemne ceremonia en la basílica de San Pedro, expresando con ello que la declaración de santidad se halla respaldada por la plena autoridad del pontificado. En dicha declaración, el papa resume la vida del santo y explica brevemente qué ejemplo y qué mensaje aporta aquél a la Iglesia.

Éste es, en esencia, el proceso por el cual la Iglesia católica romana ha canonizado durante los últimos cuatro siglos.